El Museo de Ciencias que colecciona restos de indígenas


(enviado por "La VaLe")
El Museo de Ciencias Naturales platense expone cráneos de
indígenas.

Enterrarlos en un cementerio, llevarles florcitas, ir a
charlar un ratito con alguno. Eso hacemos nosotros, dice Carolina con esas
palabras: florcitas, ratito, nosotros. "Imagínense que yo voy, cavo, saco el
cajón de un abuelo de ustedes, lo pongo acá en una vitrina y todos dicen: «¡Ey,
vamos a ver al abuelito de tal!»". No, no, no, hacen los visitantes con la
cabeza
. Bueno, exhibir restos de indios "es lo mismo", dice la guía, "como para
tener en cuenta el respeto a las distintas culturas, aunque sean diferentes a
nosotros". Sí, sí, sí, hacen todos con la cabeza.

En el grupo que sigue a
Carolina a través del Museo de Ciencias Naturales de La Plata nadie se queja. Ni
por la ausencia de las "momias sudamericanas" en la sala de Antropología
Biológica, última parada de la visita guiada, ni por el significado latente de
ese "aunque", un lapsus de la guía que condensa más de cien años de historia y
dos décadas de polémicas alrededor de la colección de restos humanos de la
institución. Hasta hace tres años, en esa sala, todavía se podía ver el
esqueleto de Maishkenzis, un joven yámana que murió siendo cautivo del museo en
1894, entre otras piezas humanas que se habían obtenido del saqueo a cementerios
indígenas, de la llamada Campaña del Desierto, y de la "producción propia" de la
institución.
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[@more@]"El museo decidió no exponer más momias sudamericanas —dice
Carolina— porque hubo un reclamo de los pueblos originarios a los cuales
pertenecían esas momias. Muchas estaban identificadas y fueron devueltas. Las
que no estaban identificadas quedaron guardadas para estudio, nada más". Fin de
la explicación: la visita guiada especial sobre Darwin sigue a ritmo acelerado
por la sala, reinaugurada hace pocos meses, después de más de dos años de
inactividad. Es sábado, faltan 20 minutos para las 18, el museo debe cerrar
hasta el martes.
"Primero empezaron a sacar las momias. Después siguieron con
los esqueletos en exhibición, la colección de esqueletos. En el archivo hay
mucho material sobre eso: los cráneos, los cadáveres. En el archivo oculto,
incluso, hay cabelleras y algunos órganos, porque no eran solamente esqueletos",
cuenta ahora el fotógrafo Xavier Kriscautzky, por encima del ruido de un bar
porteño. En 2006, a partir del proyecto de rescate del Patrimonio Histórico
Fotográfico del Museo de la Plata, Kriscautzky dio a conocer una selección de
los más de 160 negativos en vidrio que había logrado recuperar del archivo: un
conjunto de imágenes obtenidas en 1906, resultado de una expedición científica
encabezada por el antropólogo alemán Robert Lehmann Nitsche, entonces encargado
de la Sección Antropología del museo, y el entomólogo alemán Carlos Bruch, que
también trabajaba en el museo, responsable del registro fotográfico.
La
exhibición del trabajo en las jornadas sobre Memoria e Identidad en la
Biblioteca Nacional, y su posterior publicación en un libro —Desmemoria de La
Esperanza—, definieron la expulsión de Kriscautzky del museo, donde se
desempeñaba hasta entonces como miembro del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Tecnológicas (Conicet). Fue tal vez el último episodio de una
larga serie de hechos que revelaron la mala conciencia de las autoridades del
museo, empeñadas desde el comienzo en mantener el pasado de la institución —y el
de la ciencia— en el subsuelo, allí "donde estaban las cárceles, y donde ahora
funcionan los laboratorios".
   El trabajo de Kriscautzky,
en su esencia, no revelaba ninguna verdad desconocida para el que estuviera
dispuesto a indagar en la historia; lo que lo hacía imperdonable, tal vez, era
el modo en que exhibía ese pasado: lejos del sótano del museo, echando luz sobre
la crueldad de la mirada del fotógrafo-entomólogo, sobre las poses sugeridas a
hombres y a mujeres, sobre la búsqueda deliberada de pruebas científicas para
justificar el sometimiento del otro.
Un asunto de la
ciencia.
El Museo de La Plata es un edificio amplio, rectangular, de
135 metros de largo por 75 de ancho, con dos hemiciclos que le dan a su interior
un aspecto circular. Un sótano y tres pisos que fueron construidos en apenas
cinco años, de 1884 a 1889, siguiendo las indicaciones de Francisco Pascasio
Moreno, que dirigió personalmente el proyecto y la distribución de sus
materiales. Cuando Moreno fundó el museo, dice la leyenda, ya contaba con una
colección personal de alrededor de 1.000 cráneos y todavía no había cumplido 40
años.
   “A los pocos años de su gestión ya
tenía 3.000 cráneos. Era muy prolífico. Pero claro, como ahora tenía lugar, se
proveía del cráneo con el resto del esqueleto. O sea: descarnaban a las personas
en el museo”, dice Kriscautzky. En 1890, señala el periodista platense Daniel
Badenes, Moreno ya “se jactaba de haber formado «la serie antropológica
patagónica más importante que existe», una colección que iba «desde el hombre
testigo de la época glacial hasta el indio últimamente vencido». Más aún:
«Tenemos ya en el museo representantes vivos de las razas más inferiores (…)
Estos indígenas se ocupan de construir su material de caza, pesca y uso
doméstico mostrándonos los procedimientos empleados para vencer en la lucha por
la existencia en los rudos tiempos del comienzo de la sociabilidad
humana»”.

   Durante la etapa final
de la llamada Conquista del Desierto, en 1884, el ejército argentino arrinconó y
apresó en Junín de los Andes a los últimos caciques y a un grupo de ancianos,
mujeres y niños indígenas que aún resistían la ofensiva de los soldados.
Diezmados por los combates, el frío y el hambre, los “lanzas” y la “chusma”
tuvieron que entregarse y someterse a la desintegración cultural que les estaba
destinada. Los niños fueron separados de sus madres y entregados a distintas
familias porteñas, las mujeres ofrecidas para tareas domésticas en los hogares
de la alcurnia bonaerense, los hombres reclutados para servir en goletas de la
marina de guerra, para levantar zafras en Tucumán, o para picar adoquines en la
isla Martín García. Entre estos últimos se encontraba Modesto Inacayal, el
prestigioso cacique que había recibido a Moreno en Tecka —oeste de Chubut—
durante sus expediciones al sur Argentino.

   La versión oficial dice que Moreno nunca olvidó la
hospitalidad de Inacayal en su viaje en la década anterior, y que por eso
gestionó su traslado al Museo, para que pudiera vivir en mejores condiciones
junto a un grupo de los suyos. En 1886, cerca de una docena de representantes
elegidos de las comunidades originarias fueron llevados a vivir a los sótanos
del museo. En el grupo estaban el cacique Inacayal con su mujer; el cacique
Foyel con a su mujer y su hija Margarita; y una mujer mayor, Tafá, originaria de
Tierra del Fuego. La versión más cruda, no apta para maniqueos, dice que el plan
de Moreno estaba trazado de antemano: que no lo movía la piedad ni el afán
protector, sino el objetivo de descarnar y conservar los cuerpos de los
indígenas con fines “científicos”. En 1887, una seguidilla de muertes en el
museo inclinó las sospechas hacia el lado oscuro: el 21 de septiembre murió
Margarita, el 2 de octubre la mujer de Inacayal, el 10 fue el turno de
Tafá.

   Foyel se reivindicó como
argentino y pudo regresar a la Patagonia. Inacayal, que renegó de la
nacionalidad hasta el final, sobrevivió a su mujer un año más: siguió siendo
objeto de estudio y de exposición, y fue obligado a servir en el museo, donde
podía ver a su mujer y a los suyos detrás de las vitrinas. Ese era su destino.
Que “el Perito Moreno tenía planeado de antemano pelar los huesos de los indios
y ponerlos en el aparador” no es ninguna revelación, sostiene Marcelo Pisarro,
periodista cultural formado en antropología: “Como si se estuviera sacando el
velo a una gran conspiración. ¡Claro que fueron llevados al museo con ese
propósito! Eran las prácticas consensuadas en los círculos científicos del siglo
XIX: los restos de los primitivos se estudiaban y luego se ponían en exhibición
en la sala de Antropología Física”.

   Ahora, antes de cerrar la
visita, Carolina advierte que vamos a ver una momia, que es de las Islas
Canarias, pero que “no se van a exponer más restos sudamericanos en el museo de
La Plata”. Y también, dice, hay que tener en cuenta que “las momias son
personas”. Se perdió un poco eso, explica Carolina, cuando decimos: “Vamos a ver
a la momia”. No, no, no, dice, “vamos a ver una persona, que por un determinado
proceso, artificial, natural, se conservó su cuerpo y hoy lo puedo estudiar”.
Sí, sí, sí, hace la gente con la cabeza.
Volver. En 2006, el
Consejo Académico de la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad
Nacional de La Plata tomó la determinación de cerrar la sala de Antropología
Biológica y realizar un trabajo de refacción: los reclamos de distintas
comunidades originarias por la devolución de sus ancestros ya resultaban
imposibles de contener, y la polémica por la exhibición de restos humanos había
dado origen a diversas rupturas dentro de la comunidad científica del
museo.
   El primer reclamo de las comunidades originarias lo hizo en 1988 el
Centro Indio Mapuche Tehuelche de Chubut, que pidió la devolución de Inacayal.
La restitución logró hacerse efectiva en 1994, pero en 2006 un grupo de
investigadores encontró partes de sus restos (su cerebro y su cuero cabelludo),
junto a los de otras 35 personas. Entre ellos encontraron el esqueleto sin manos
y la cabellera de la mujer de Inacayal; el esqueleto y el cuero cabelludo de
Tafa; y el esqueleto, el cerebro y la cabellera de Margarita. Todos habían
muerto como cautivos del museo, y pudieron ser identificados con certeza gracias
al catálogo de la Sección Antropología del Museo de La Plata, un relevamiento
minucioso de los indígenas que vivieron en las catacumbas elaborado por Robert
Lehman Nitsche, el científico alemán que había sumado Moreno para que se hiciera
cargo de la Sección de Antropología.
   En 1906, cuando dirigía la Sección,
Lehmann Nitsche encabezó la “expedición científica” al ingenio azucarero La
Esperanza, de Jujuy, donde se registraron las fotos que dieron pie al trabajo de
Kriscautzky. “Dada la gran rapidez con que se extingue la población indígena del
continente sudamericano hay que apurarse con el estudio de sus caracteres
físicos, porque en tiempo no muy lejano se harán del todo imposible
relevamientos exactos de muchas de estas tribus”, escribió entonces Lehman
Nitsche, después de la expedición. La cita aparece en el libro Desmemoria de La
Esperanza, editado un siglo después, entre los fragmentos que representan el
pensamiento de una época.
 Algunos llaman a eso profecía autocumplida.