Por Raúl A. Alzogaray (Página|12)
La salvaje conquista de América por parte de los españoles no sólo se
llevó a cabo por la fuerza de las armas, las penurias de la esclavitud y
el desmantelamiento material y simbólico de las culturas. La enfermedad
también ayudó, como un dardo envenenado asociado a la cruz y la espada.
Una ayudita que el pequeño dios europeo, insigne en su maldad, les daba
a sus sicarios.
La noche
del 10 de julio de 1533 nacieron en la isla Española dos niñas juntas.
Estaban pegadas a la altura del abdomen y parecían compartir un único
ombligo. Su padre, José López Ballesteros, las llevó de inmediato a la
iglesia. Cuando el cura las vio quedó desconcertado. ¿Eran una o dos
personas? Por las dudas, bautizó a una y luego, dirigiéndose a la otra,
murmuró: “Si no eres baptizada, yo te baptizo”. Las llamaron Joana y
Melchiora.
Ocho días después, las dos murieron. El cirujano Joan Camacho las
abrió y comprobó que tenían la cantidad de órganos correspondientes a
dos personas. Hasta el ombligo, que por fuera parecía uno solo, se
dividía interiormente “en dos caños” que se dirigían uno hacia cada
niña.
La conclusión fue que eran dos seres humanos y por lo tanto había
dos almas. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo presenció estos
hechos y los describió para la posteridad en su Historia General y
Natural de las Indias. “Se deben alegrar los que lo vieron –escribió
Oviedo–, y los que aquesto leyeren, en quedar certificados que subieron
dos ánimas al cielo a poblar aquellas sillas que perdió Lucifer y sus
secuaces, pues dos niñas que juntas nacieron, recibieron el sacramento
del bautismo conforme a la Iglesia.”
Esta anécdota, en la que se mezclan la religión y la medicina,
proviene de un momento en que la historia americana sufría cambios
trágicos. Había pasado menos de medio siglo desde la llegada de Colón y
los españoles ya habían provocado la muerte de millones de indígenas y
la destrucción de los dos imperios más grandes del continente. Mientras
España imponía su religión, sus leyes y su ciencia en el territorio
recién descubierto, condenaba e intentaba relegar al olvido las
tradiciones y conocimientos de los pueblos originarios.
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JUAN, EL PRIMER CIRUJANO
En los tiempos de la conquista existía en Europa una clara
distinción entre médicos y cirujanos. Los primeros pertenecían a una
clase económicamente acomodada y habían cursado estudios universitarios.
Atendían a la nobleza y buscaban cómo curar las enfermedades.
Los cirujanos, en cambio, carecían de formación universitaria.
Solían llamarlos “maestros”, recibían bajos salarios y se dedicaban
principalmente a la atención de los pobres. Realizaban sangrados,
amputaciones y otras “tareas sucias”.
Colón llegó al Nuevo Mundo en octubre de 1492. Desembarcó en una
isla a la que llamó Española (hoy compartida por República Dominicana y
Haití) y fundó el Fuerte Navidad. En la lista de los tripulantes que lo
acompañaron figura un cirujano del que sólo se conoce su nombre: el
maestro Juan. Cuando Colón regresó a España, dejó a Juan en el Fuerte
Navidad “para curarles [a la gente del lugar] las llagas y otras
necesidades á que su arte se extendiese”.
En la segunda expedición de Colón (1493) viajó el sevillano Diego
Alvarez Chanca, un Médico de la Armada enviado por los Reyes Católicos.
Su habilidad profesional fue puesta a prueba no bien desembarcó en La
Española, cuando casi todos los viajeros cayeron seriamente enfermos.
Más tarde, en un informe dirigido a los reyes, Colón alabó
generosamente la “gran diligencia e capacidad” de Chanca (también pidió
que aumentaran el sueldo del médico, porque le estaban pagando menos de
lo que estaría ganando en España).
INTERCAMBIO DE MICROBIOS
El viaje de ida de la Santa María, la Niña y la Pinta fue
relativamente sano. El único enfermo fue un hombre mayor que tenía
piedras en un riñón.
Como la Santa María fue usada para construir el Fuerte Navidad, sólo
la Niña y la Pinta regresaron a España. Es probable que en ellas haya
viajado la sífilis, una enfermedad de transmisión sexual hasta ese
momento desconocida en Europa.
Quizás iba en alguno de los diez indígenas que Colón se llevó a
España, o la contrajeron los marinos españoles (oportunidades de
contagio no les faltaron). O ambas cosas. Como sea, la sífilis se
esparció rápidamente por el Viejo Mundo. Los españoles les echaron la
culpa del contagio a los franceses y la llamaron morbo francés; los
franceses, creyendo que provenía de Nápoles, la bautizaron mal
napolitano; los alemanes la nombraron sarna española.
En la segunda expedición de Colón participaron 1500 personas,
incluidos siete de los diez indígenas que habían viajado a España y
volvían al Nuevo Mundo entrenados como traductores. En los barcos iba
también la viruela, que enfermó a buena parte de los viajeros y mató a
cinco de los indígenas. El propio Colón estuvo tan debilitado por la
enfermedad que durante semanas fue incapaz de escribir el diario del
viaje.
A lo largo del siglo XVI, las epidemias de enfermedades traídas de
Europa abundaron en el Nuevo Mundo: viruela, paperas, sarampión, peste
bubónica, tifus, fiebre tifoidea, lepra. Como los indígenas nunca habían
estado expuestos a estos males, sus sistemas inmunológicos no estaban
preparados para combatirlos. Morían de a millones, mientras los
españoles observaban preocupados cómo disminuía la mano de obra gratuita
(pero estaban convencidos de que las epidemias eran una ayudita que les
daba Dios para que se adueñaran del continente).
ACEITE HIRVIENDO Y PLEGARIAS
A comienzos de 1519, desobedeciendo las órdenes de su jefe, el
gobernador de Cuba, el capitán Hernán Cortés, navegó hasta la península
de Yucatán. Junto con unos pocos soldados y caballos se internó en un
territorio al que bautizó Nueva España (hoy México) y en poco tiempo
saqueó y destruyó el poderoso imperio azteca. La enfermera Isabela
Rodríguez fue una de las pocas mujeres que lo acompañaron. Mujer de
armas tomar, además de curar y dar consuelo a los heridos, hacía guardia
y peleaba codo a codo con los soldados.
Por aquel entonces, en los campos de batalla europeos, las
hemorragias eran contenidas con vendas. Si eso no las detenía, se
aplicaba sobre las heridas aceite hirviendo. En los campos de batalla de
Nueva España, en cambio, se usaba lo que se tenía a mano. A falta de
vendas apropiadas, se oprimían las hemorragias con mantas o con las
ropas de los muertos. Si no había aceite, se extraía la grasa del
cadáver de algún indio y se la derramaba hirviendo sobre las heridas.
Cuando veían que no quedaban esperanzas, los médicos aconsejaban a
sus pacientes confesarse, hacer testamento y recibir los santos
sacramentos. Durante el sitio de Tenochtitlán, la capital del imperio
azteca, cobró renombre el soldado Juan Catalán, que bendecía las heridas
y rezaba por su pronta curación. Los indígenas aliados de los
españoles, impresionados por esta actividad, acudían en tal gran número a
requerir sus servicios, que Catalán se la pasaba el día haciendo la
señal de la cruz y recitando salmos.
AL COMPAS DE LA VIRUELA
La viruela llegó a Tenochtitlán casi al mismo tiempo que los
españoles. Según el fraile Bernardino de Sahagún, “de esta pestilencia
murieron muy muchos indios. Tenían todo el cuerpo y toda la cara y todos
los miembros tan llenos y lastimados de viruela que no se podían bullir
ni menear de un lugar, ni bolverse de un lado a otro, y si alguno los
meneava davan vozes [gritaban de dolor] […] muchos murieron de hambre,
porque no havía quien podiese hazer comida. Los que escaparon de esta
pestilencia quedaron con las caras ahoyadas, y algunos los ojos
quebrados”.
Los españoles entraron a una Tenochtitlán literalmente cubierta de
cadáveres. Muchos aztecas habían muerto en el combate, pero a muchísimos
más los mató la viruela. De inmediato, Cortés mandó reconstruir la
ciudad, la llamó México y la gobernó durante tres años. Un día recibió
la visita de Francisco de Garay, el gobernador de Jamaica, que se había
internado en el continente en busca de riquezas que nunca encontró.
Cortés lo recibió amistosamente y le ofreció soldados y tierras. Hasta
le propuso convertirse en consuegros.
Garay no pudo disfrutar nada de esto, porque en la Navidad de 1523
le dio “dolor de costado”. Se le daba este nombre a una enfermedad que
provocaba dolor en el pecho, la espalda o los costados del tórax. Podía
ser gripe, tifus, neumonía o la peste, ya que todas estas dolencias
producen esos síntomas.
Los médicos le sacaron sangre y lo purgaron. Estas dos prácticas,
muy difundidas en Europa, se debían a la equivocada creencia de que las
enfermedades se producían cuando se rompía el equilibrio entre los
líquidos del cuerpo. Se creía que la mejor manera de corregir esto era
sacar los líquidos sobrantes.
El tratamiento no dio resultado y Garay falleció (las malas lenguas
difundieron el rumor de que Cortés lo había envenenado, pero los médicos
certificaron que murió de causa natural). Uno de los que lo atendieron
fue el médico sevillano Cristóbal de Ojeda, que años después acusaría a
Cortés de haber mandado quemar con aceite las manos y pies de
Cuauhtémoc, el último gobernante azteca, para que revelara dónde estaba
escondido el tesoro de los aztecas (cuya existencia nunca pudo ser
comprobada).
Según otra costumbre traída de Europa, los barberos estaban
autorizados a practicar la cirugía. Por eso, el día que lo acorraló un
grupo de conjurados dispuesto a matarlo, el conquistador Pedro de
Alvarado fingió que se sentía mal. Dijo: “Señores, a mí me ha dado dolor
de costado, volvamos a los aposentos e llámenme un barbero que me
sangre”. Esto desconcertó a sus enemigos. Alvarado mandó ahorcar a dos
de ellos, los demás prefirieron posponer la conjura por tiempo
indefinido.
LOS OTROS MEDICOS
Cuando los españoles invadieron el Nuevo Mundo, parte de lo que hoy
es México estaba dominado por el imperio azteca. Durante la conquista,
los invasores se dedicaron con gran éxito a destruir los textos
indígenas. Sin embargo, muchos detalles de la cultura azteca se
conservaron gracias a la obra de un puñado de religiosos que, a
diferencia de los conquistadores, se interesaron en las creencias y
costumbres de los vencidos.
Entre esos religiosos se destaca Bernardino de Sahagún, un
franciscano que aprendió la lengua azteca, se instaló en un pueblo
cercano a la ciudad de México y les pidió a los ancianos indígenas del
lugar que le contaran cómo era la vida antes de la conquista. Con la
información que obtuvo escribió los doce volúmenes de su Historia
General de las cosas de la Nueva España.
La medicina azteca combinaba el conocimiento adquirido mediante la
práctica con elementos de magia y religión. El saber médico se
transmitía de padres a hijos. También se lo enseñaba en los templos,
junto con temas bélicos, religiosos y astronómicos.
Algunos médicos se especializaban en el tratamiento de las
enfermedades. Otros se dedicaban exclusivamente a la cirugía (nunca les
faltaba trabajo, porque los aztecas se la pasaban guerreando). Conocían
jugos vegetales que adormecían a los pacientes antes de las operaciones y
usaban cabellos para coser las heridas. Cortés confiaba más en ellos
que en los cirujanos españoles.
Los aztecas conocían unas setenta enfermedades o condiciones médicas
y tenían tratamientos para todas. Las enfermedades que más
probablemente los afectaban eran la diarrea de origen bacteriano, el
reumatismo, las infecciones del aparato respiratorio, la tuberculosis y
la sífilis. Los tratamientos consistían en la aplicación de medicinas de
origen vegetal, animal o mineral. Les atribuían propiedades curativas a
más de 130 plantas y mantenían jardines botánicos, donde cultivaban
vegetales traídos de otras regiones y estudiaban sus propiedades
medicinales.
MESTIZAJE CULTURAL
En algunos casos, los tratamientos se complementaban con rituales de
purificación, plegarias o el uso de amuletos. Creían que los dioses
enviaban ciertas enfermedades a modo de castigo. Conocían la importancia
de la prevención sanitaria. Para evitar las “enfermedades de las
muelas”, por ejemplo, sabían que había que limpiarlas bien después de
comer y sacar con un palillo los restos de comida que quedaban entre
ellas.
Cuidaban la higiene personal y era común que todas las clases
sociales tomaran un baño diario. Las calles de Tenochtitlán eran
barridas y lavadas todos los días. Había leyes que prohibían arrojar
basura a las aguas del lago que rodeaba la ciudad. Si aparecía una
enfermedad infecciosa, aislaban a los afectados en centros de
cuarentena.
Después de la conquista, los vencedores impusieron en el Nuevo Mundo
los conocimientos, las instituciones y las leyes médicas españolas. La
medicina indígena fue suprimida, con excepción de los conocimientos
sobre plantas medicinales. Pero el mestizaje cultural fue inevitable. En
el México actual, y en muchas otras partes de América, todavía se
practica una medicina folklórica que reconoce sus orígenes en las
culturas precolombinas.