“Traigo algo que estaba desdibujado”






Por Ayenka.

El artista está más
acostumbrado a hacer de la calle su hábitat natural, con lo que la exposición
de la galería Carla Rey puede ser considerada una rareza. Pero más allá del
ámbito, lo que impacta es su visión de las masacres de pueblos originarios.






"Los selk’nam tenían otra concepción del mundo y de
la vida. Estaban ligados a la naturaleza.”


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"La vida es
una tormenta de mierda. Cuando llueve mierda, el mejor paraguas es el arte.” La
frase cuelga de la biblioteca de Juan Carlos Romero, artista y docente. Miembro
del grupo de Artistas Solidarios, Romero tiene 78 años y recién ahora puede
dedicarse tiempo completo al arte, tras haber dejado su puesto de técnico en
una empresa telefónica. No ha pasado su vida encerrado en un taller: eso deja
entrever su obra, siempre inspirada en lo que está oculto. Una de sus grandes
preocupaciones, la violencia, reaparece en Selk’nam (yo/el otro), exposición
que inaugura hoy a las 19 en la galería Carla Rey (Humboldt 1478).

La violencia, sin
embargo, tiene una presencia elíptica en esta exposición. Porque el propósito
de Romero fue hablar de un exterminio, el de los selk’nam (u onas), pobladores
originarios de la Isla
Grande
de Tierra del Fuego, a la manera de homenaje. En una
secuencia de tres fotografías, Romero aparece retratado con el cuerpo pintado
imitando ritos de la tribu extinta. Es decir, escenifica una tragedia sin
hablar directamente de ella, con el fin de “rescatar esa cultura”, explica a
Página/12. Si la historia de las distintas comunidades indígenas confluye en
una palabra –la opresión–, la de los onas es el más crudo ejemplo.

Es que, producto de una
gran masacre que comenzó a fines del siglo XIX, los onas desaparecieron
completamente. Los responsables de su desaparición fueron tanto los buscadores
de oro europeos como los estancieros argentinos que querían arrebatarles sus
tierras, aptas para la cría de ovejas. Personajes conocidos de esta historia
son los cazadores de indios que, como el rumano Julio Popper, “eran
recompensados por cabezas de selk’nam”, explica Romero. “Mucha gente me dice:
‘yo leí algo, sabía que existía’. Pero muy ambiguamente. Les traigo a la
memoria algo que tenían desdibujado”, subraya. Pese a la potencia discursiva de
esta obra, lo primero que le impactó de los onas fue su estética, a la que
accedió a través del libro Hain, de Anne Chapmann, la antropóloga fallecida en
junio pasado, quien conversó con los últimos onas.

En el libro pueden
encontrarse fotografías tomadas por un sacerdote en la década del ’20, cuando
tenían lugar las últimas ceremonias de iniciación, denominadas hain. Pretendían
preparar a los jóvenes para el ingreso a la adultez. Los mayores se disfrazaban
para adquirir una apariencia sobrenatural. “Eran artistas sin proponérselo”,
desliza Romero. “Y eran muy avanzados en relación con nosotros. Tenían otra
concepción del mundo y de la vida. Estaban ligados a la naturaleza, por
ejemplo, se ponían a prueba.”

Selk’nam (yo/el otro) se
enmarca en una serie de trabajos que Romero viene realizando a propósito del
Bicentenario. En junio presentó un extenso listado en el Centro Cultural de la Cooperación con los
crímenes de Estado que registró desde 1810 hasta aquí. Y recientemente el
artista salió a la calle –su hábitat natural– a pegar afiches con la leyenda
“Todos somos negros”, que extrajo de la Constitución haitiana. Le interesó la potencia
política del término. Y el hecho de que la revolución haitiana, ocurrida en
1805, casi no sea mencionada. “También ahí se da la primera abolición de la
esclavitud, antes que en Francia y Norteamérica. ‘Todos somos negros’ no
remitía a un color de piel, sino a una forma de pensamiento que incluía a
mujeres y búlgaros.”

–La muestra que
inaugura hoy, pese a remitir a los onas, tiene una resonancia más abarcativa.
¿El propósito fue invitar a una reflexión sobre la totalidad de las comunidades
aborígenes?

–Quiero recordar lo que
pasó con un pueblo oprimido, ya sean los selk’nam, los wichi, los pilagás. De
estos últimos casi ni se sabe que existían. Quiero recuperar la memoria de lo
olvidado, correrme de la anécdota de celebrar los bicentenarios con la cosa
patriótica, que implica descontextualizar la realidad del país que tiene cosas
más trágicas que fueron pasadas de largo. Sobre eso se tratan mis últimos
trabajos.

–Si se piensa en
la marcha de los pueblos originarios durante el Bicentenario, el arte acompaña
una lucha de total actualidad.

–Claro. Estuvieron bien
en el Bicentenario, hicieron una larga marcha.

Pero eso pasó muchas
veces, y siempre sigue la misma historia. En el primer gobierno peronista
hicieron una marcha de diez días para reclamar por tierras, educación y
escuelas, pero se tuvieron que volver porque no consiguieron nada.

El foco de la muestra, se
dijo, es un aspecto de la vida de los onas, los ritos iniciáticos. “Toda
sociedad los tiene”, remarca Romero. “En la sociedad contemporánea, los hombres
mayores llevaban a los menores a los prostíbulos para iniciarlos”, compara. Y
precisamente en ese contraste está el espíritu de la serie de fotografías, que
parecen decir “aprendan de ellos”. Romero lo sintetiza: “Los rituales de las
comunidades indígenas son sociales, grupales y comunitarios. Europa fue
transformándonos. Volviendo al Bicentenario, allí no había nada comunitario: la
gente estaba sola viendo un espectáculo que estaba ahí para ser consumido. Sólo
las canchas de fútbol lo son… pero, en realidad, lo comunitario no es
comunitario, sino masivo y grupal”.

Si el arte es un
paraguas, Romero los tiene de múltiples formas. Ha utilizado grabados,
performances, fotografías, afiches, arte correo y poesía visual. El “poner el
cuerpo” que eligió para esta ocasión no es cosa nueva. “Lo primero que hice con
mi cuerpo fue un grito. Un fotógrafo amigo me sacaba la foto. Trataba de sacar
de adentro lo que teníamos reprimido. Primero simulaba un grito. Después, él me
pidió que gritara. Cuando grité empezó a tener valor la foto”, cuenta Romero.
“A partir de ese momento empecé a juntar gritos: de fútbol, deportivos, de
marchas. Los recorto, los rompo, les saco lo que tiene que ver con el cuerpo.
Entonces, descontextualizados, los gritos son todos iguales.”

La técnica de pintarse el
cuerpo se denomina camouflage, que en ocasiones se completa con el uso de
máscaras. “Lo hice en la época del Proceso. Hacía una analogía con lo que nos
pasaba a nosotros en ese momento, que éramos militantes políticos: tratar de
disimularnos. La segunda vez usé una máscara que compré en el Carnaval de
Uruguay. Tenía la cara descubierta y estaba desnudo. Se llamaba ‘DD’, detenido-desaparecido”,
recuerda quien estuvo cerca de Montoneros. Ahora, se ríe del
“perfeccionamiento”: consiguió maquilladora. “Me pinté y me bañé no sé cuántas
veces, estuve un día entero trabajando.”

–Las galerías no
son lo suyo, siempre trabaja en la calle. ¿Cómo se siente presentando su
trabajo en estos espacios?

–Si no estás en los
lugares dedicados al arte, que te dan pertenencia, no sos nadie. Lo bueno es
que yo hago las cosas en la calle y me conocen por lo que hago adentro. Sartre
tenía el Premio Nobel y en mayo del ’68 iba a repartir diarios de izquierda,
entonces le preguntaban por qué hacía eso y él decía “como soy Premio Nobel
nadie me ataca”. Y tenía razón. El prestigio permite hacer lo que a uno le
gusta. A la galería van los amigos un día. Al otro día, nadie. La calle tiene
un público más anónimo, predispuesto y curioso.

Entrevista: María
Daniela Yaccar.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/6-19432-2010-09-30.html